Era la tabla más vieja y fea que os podéis imaginar. La odiaba. Todo el mundo la miraba al pasar: era vieja, sucia, estaba medio marrón, y llena de agujeros.
Pero flotaba. Flotaba más que las súper tablas que tenían mis amigos; esas tablas nuevas tan bonitas y modernas en las que ponerse de pie era mucho más complicado que en mi vieja "Lipsticks".
Le empecé a coger cariño: a esa tabla vieja se le podían hacer dibujitos, podía tratarla mal si quería; había tantos agujeros que ya no importaba uno más, y cogía más olas que mis amigos, que tenían mas experiencia, pero un material mucho peor para el que era nuestro objetivo: el escape.
Cuando ya le había cogido mucho cariño a mi tabla, y empezaba a bajar olas sin romper, de repente, un día, la tabla murió. Vino una ola grande y la partió por la mitad, aunque dejó las dos mitades unidas por la fibra.
Entonces pensé que era el final: a un amigo mío le habían cobrado 15 euros por un agujerito en la tabla, estaba seguro que arreglar una tabla así por la mitad costaría un riñón. Pero ahí estuvo mi padre, que con un rudimentario set de reparación de barcos consiguió juntar las dos mitades, asegurándome que si se volvía partir, no sería por ahí.
Al final de ese verano ya había hecho mis primeros escapes, y como llegaba mi cumple conseguí, no sin esfuerzo, convencer a mis padres para que comprasen la segunda tabla de segunda mano más barata que había en pukas. Esa tabla se parecía mucho a las súper tablas de mis amigos, pero por suerte llegó lo suficientemente tarde como para poder surfearla a gusto.
Y por qué cuento esta historia sobre mi primera tabla y mis inicios en el surf? Porque de ahí viene la razón de que yo vea el surf desde donde yo lo veo, que es un punto de vista muy diferente al de la mayoría de surfistas que conozco.
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